Naciste para confrontar el dolor que he llevado guardado bajo mi piel, para abrazarme con la nostalgia y la tristeza que sentiste en tus últimos años en esta tierra.
Emergiste sin previo aviso, sin anestesia, sin permiso; sólo tomaste mis manos y las dirigiste, como si fueran tus prótesis y, a través de ellas, fuiste tomando forma nuevamente en este plano. Desgarraste todas mis cicatrices para que viera los colores que ellas guardaban. Me diste de tu sangre para que pintara tu sentir y te convirtiera en ese sonido de disco rayado, que tenía que escuchar día y noche mientras tu mirada perforaba mis pies para que no huyera de ti y, después, lograste encarnar en cada trazo de mis pinceles.
Hubo días que me percibía como un enorme grano infectado de pus y tú me ayudabas a exprimirme: me dolía, pero ya no tenía fuerzas para resistirme. En ese momento, el dolor se sentía de otra forma y pude abrazarme a él y comprender la intención más honesta que tenía hacia mí. Entonces me dijiste:
«Estoy aquí. Deja de ocultarme, deja de negarme. Soy parte de ti, no soy el villano de tu película. No quiero hacerte daño, sino que me reconozcas y me sientas. Cuando me lo permitas, me convertiré en paz para ti».